En la Memoria - y 3: La Cruz



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En la memoria -1: La obra ha Comenzado
En la memoria -2: Latidos


Día a día fui descubriendo el hogar que me cobijaba, todos sus recovecos dejaron de ser un misterio. Una puerta de madera inmensamente grande me atraía la atención, era el límite de mi pequeño mundo. Siempre había alguna voz que me recordaba que no debía traspasarla y mis pasos al oírla se volvían hacia lo ya conocido, hasta que un día en un descuido pude colarme entre las piernas de una mujer que llamó al portón. Salí disparado sin saber qué hacer ni dónde ir, nadie se dio cuenta de mi escapada, así que decidí escudriñar y descubrir los secretos que sigilosamente se me ocultaban. Caminé hacía un pilón que se encontraba junto a una pequeña plaza, la vida bullía a mi alrededor, nadie se percataba de mi presencia, por lo que me alejé aún más tomando una vereda hasta dejar las últimas casas de la aldea. Ante mí un campo esplendorosamente verde repleto de pinos erguidos como gigantes, éstos parecían decirme: ¡Alto! ¡No sigas!

Me senté sobre una roca admirando un valle cubierto con una espesa niebla. Me sorprendió ver cómo una construcción totalmente desconocida para mí sobresalía majestuosa sobre la bruma, una inmensa cruz parecía querer alcanzar el cielo. Me preguntaba: ¿Quién viviría en tan extraño lugar?, mis pies volvieron a desandar el camino, no dejaba de pensar en lo que había visto y me propuse en cuanto llegara a casa preguntar sobre él.
Una reprimenda es lo que recibí nada más traspasar el umbral de la casa. Cuando todo parecía en calma me atreví a preguntar y elegí a quién nada sabía de mi escapada, mi abuelo.

Acababa de entrar cuando le asalté con preguntas sobre la misteriosa cruz. Me sentó sobre sus piernas junto a la chimenea, respiró hondamente y comenzó a hablarme:
―Debo remontarme unos años atrás. Tú aún no habías nacido y ni siquiera tus padres se conocían. Tu abuela y yo vivíamos en un pueblo donde la vida parecía transcurrir lentamente, los días pasaban rutinariamente, todos parecían ser iguales, pero en las mentes y los corazones de las personas se iban gestando los mayores destructores que puedas imaginar: el odio, la envidia, la avaricia, el egoísmo.
Un día, la peor de las noticias se extendió por todo el país, algunos políticos y militares decidieron erigirse en nuestros “salvadores”, liberándonos, según ellos, de la miseria humana y moral a la que quienes nos gobernaban nos
estaban abocando. Un “nuevo orden” se iba a crear donde las injusticias no tendrían cabida. No todas las gentes parecían aceptar con agrado tan “generosa” actitud y lo que pretendían que fuera un nuevo día se convirtió en la más oscura de las noches, donde hermanos se enfrentaron entre sí, amigos dejaron de serlo y la muerte y la destrucción nos alcanzó a todos. El hombre se convirtió en una bestia cometiendo las mayores barbaridades que uno pueda imaginar. Una guerra fratricida comenzó, alcanzándonos por completo a todos.
―El valor y el miedo se fueron apoderando de todas las almas e hizo que saliera lo mejor y lo peor de cada persona. La guerra se alargaba y las venganzas y rencillas personales se convirtieron en denuncias de colaboración con uno u otro de los bandos enfrentados. El país se partió en dos, las cárceles se fueron llenando convirtiéndose en campos de exterminio donde la vida no tenía ningún valor. Yo, acabé en uno de ellos. Al cabo de unos meses los sublevados acabaron derrotando al gobierno legal. La guerra había terminado, pero no sus consecuencias, las cárceles siguieron llenándose, pues los que lucharon en el bando “perdedor” no merecían formar parte del “nuevo orden”.

―Pero el país necesitaba muchas manos para poder levantarse y reconstruirse y que mejor que las de los prisioneros para hacer los trabajos duros. Así pues las condenas a muerte se transformaron en años de trabajos forzados y éstos al cabo del tiempo en la libertad.

Pero ―le pregunté―, ¿y esa cruz que he visto hoy, que tiene que ver?

―La cruz que has visto está hecha con el sudor, la sangre e incluso la muerte de muchos españoles. Las manos de muchos de los que hoy aquí viven y las mías llevan años desgarrándose entre esas piedras.
―Unos pocos años antes que nacieras, tus padres se instalaron aquí. Necesitaban aún más manos y al tiempo que nos llegó la orden de libertad nos ofrecieron seguir aquí trabajando, permitieron que otros muchos obreros se unieran junto con nosotros, así fue como tus padres junto a tu abuela llegaron hasta aquí.
―La obra ya está acabada, es un monumento dedicado, según dicen, a los caídos en tan cruenta guerra, pero sólo los nombres de quienes murieron en el bando “vencedor” están aquí, el resto se pierden en el anonimato, pero permanecen en la memoria y en los corazones de quienes hemos sobrevivido. El tiempo acabará curando y cicatrizando las heridas aún a flor de piel y este mausoleo de la muerte será sólo un recuerdo de las atrocidades que nunca debieron ocurrir.
A veces, las personas y las naciones hemos de tocar fondo para apreciar que la vida, la dignidad y la libertad son dones. Dones que nadie nos debe arrebatar, ni siquiera nosotros mismos y que nadie nos da, nos los ganamos día a día con el respeto a nosotros y a quienes nos rodean.
―Y ahora, pequeño preguntón, vamos a llenar la panza, que falta nos hace. En pocos días nos alejaremos de este lugar para siempre y tenemos que estar fuertes.
―Sí, abuelo.


Crecí en una encrucijada de caminos. Dos fuerzas, aparentemente opuestas, se esforzaban por tener la razón y gobernar mi vida. Poco a poco me di cuenta que era el camino del corazón, donde se unen la verticalidad y la horizontalidad, el punto central en la cruz, donde ambas fuerzas estaban en equilibrio, quietas, silenciosas y sin poder destructivo; es ahí donde acabé encontrándome y liberándome de la pesada carga de siglos viviendo en el temor. Acabé confiando en la potencialidad que dormitaba en mi interior dándome así la oportunidad de ser capaz de vivir aquí y ahora, en un eterno presente que de tenerlo tan cerca era incapaz de verlo. Comprendí que la Vida, con mayúsculas, es Ser conscientes del papel que jugamos en cada momento, siendo artífices por completo del mundo que nos rodea, que la dicha o la desgracia no es más que el fruto de nuestro poder creativo; por lo tanto dejé de nadar contracorriente, de hacerme daño y tras la muerte iniciática del ego, dejé mi cuerpo flotar en las aguas, que hasta entonces creí agitadas, de la Vida. Hoy la corriente mueve mi alma en todas direcciones pues ya no soy sólo un cuerpo, sino el mismo océano.


Ángel Khulman